Boris Kagarlitsky: Políticas económicas después de la muerte del neoliberalismo

Boris Kagarlitsky.

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Por Boris Kagarlitsky, traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

El sistema económico internacional que se perfiló después del colapso de la Unión Soviética todavía no está muerto, pero está moribundo. Lo vemos todos los días, no solo en informes sobre la crisis sino también en otras noticias de todo el mundo que cuentan la misma historia: el sistema no funciona.

La verdad es que el sistema nunca ha funcionado para los pobres y las clases trabajadoras. No se diseñó con ese propósito, no importa lo que nos digan todo el tiempo sus propagandistas y diversos intelectuales corruptos. El sistema funcionó para las elites: generó una tremenda redistribución de la riqueza y del poder a favor de los que ya eran ricos y poderosos. Aunque las elites no tienen suficiente coraje para admitirlo, hay que transformar el sistema.

Se trata de una verdadera crisis sistémica, si no del capitalismo por lo menos de su forma neoliberal. Y esa crisis no puede superarse mientras no se elimine el neoliberalismo. Dependerá de la escala de las luchas globales y de sus resultados que esto signifique también el fin del capitalismo.

El sistema neoliberal se basaba en explotar la mano de obra barata. Esa carrera hacia el fondo llevó primero a pérdidas de puestos de trabajo en Europa, pero pronto los trabajadores latinoamericanos, norteafricanos e incluso asiáticos se convirtieron en sus víctimas. Muchos empleos industriales se fueron a China: en los hechos, el ascenso de China ha afectado al potencial de desarrollo de la periferia del capitalismo mundial con más fuerza que al núcleo del sistema.

Europa ya no pierde tantos puestos de trabajo hacia China, pero sí los países latinoamericanos. De muchas maneras, las revoluciones árabes de 2011 fueron provocadas por esta lógica del crecimiento sin desarrollo, se han eliminado verdaderas oportunidades de crear buen empleo industrial.

Por lo tanto, la conversión a economías de servicios y finanzas ha tenido lugar no solo en los países del núcleo sino también en la periferia. Además, no tuvo nada que ver con nuevas tecnologías. Fue el resultado de la destrucción del Estado del bienestar, de la creciente debilidad de los mercados internos y del paso a la mano de obra barata que, en los hechos, ha bloqueado la innovación tecnológica y el desarrollo en el campo de la producción.

La innovación de la que oímos hablar estos días pocas veces tiene algo que ver con la producción de bienes. Se relaciona sobre todo con el consumo; la mayoría de los “productos innovadores, revolucionarios” que encontramos no tienen nada de nuevo, sino que solo representan maneras de vendernos diferentes versiones de las mismas mercaderías y de obligarnos a reemplazar las antiguas. Los consumidores y el sentido común se resisten a ese absurdo, ralentizando así la economía global que no puede avanzar sin ellos.

La llamada financiarización del capitalismo global no es la causa de la actual crisis, sino que representa en sí una secuencia de cambios mucho más importantes, la degeneración y eliminación del Estado del bienestar, acompañada inevitablemente de salarios más bajos y mercados internos más débiles. La creciente importancia de los mercados internacionales y globales es inseparable del estancamiento y declinación de sus contrapartes nacionales. Ahora, sin embargo, llegamos al punto en el cual esa decadencia interna imposibilita la continuación del crecimiento global. Sin cambios radicales de los modelos sociales y económicos, incluida la reconstrucción del Estado del bienestar, será imposible orientar las estrategias de producción y desarrollo hacia mercados internos incluso si, dicho técnicamente, los recursos necesarios existen. Incluso en China, pronto estará claro, los mercados internos no “despegan” sin la implementación de reformas sociales y una masiva redistribución de la riqueza.

Por lo tanto ha llegado la hora de pasar hojas y reorientar las estrategias de desarrollo hacia la producción, hacia mano de obra más formada, mejor pagada, hacia la reindustrialización, y hacia programas sociales y un nuevo Estado del bienestar. Pero para hacerlo tenemos que abatir las instituciones económicas y políticas del neoliberalismo, tal como el neoliberalismo destruyó anteriormente las instituciones democráticas y comunistas del antiguo Sozialstaat (Estado social). ¿Puede lograrse algo semejante sin revoluciones? Tal vez en algunos casos, pero solo en el contexto de revoluciones en otros sitios, algo como la manera en que la socialdemocracia escandinava se benefició de la Revolución Rusa de 1917.

No existe una manera de retornar al modelo Keynesiano de los años cincuenta y sesenta. No es simplemente porque han cambiado las tecnologías y las estructuras sociales, y porque el Keynesianismo tenía aspectos negativos que ahora comprendemos mucho mejor. La razón clave es que el Estado del bienestar occidental de las décadas pasadas se mantenía en los llamados países capitalistas avanzados mediante el uso de recursos extraídos de la periferia. La democracia también se reservaba como un lujo para el llamado Primer Mundo, con la única notable y duradera excepción de India. Durante un cierto tiempo el modelo soviético del Estado del bienestar también se desempeñó pasablemente sin explotar a la periferia, pero también sin democracia en su centro. De muchas maneras, esa falta de democracia preparó la escena para la derrota de la URSS en la Guerra Fría y el colapso soviético.

Ahora enfrentamos la formidable tarea de crear un nuevo modelo de Estado del bienestar que no solo incluya la democracia como un elemento interior que funcione, sino que también se base en una expansión de prácticas democráticas fuera de la política, hacia las esferas económica y social. Este modelo no puede depender de la actual jerarquía de Estados ricos y pobres en el sistema mundial y, por cierto, debe actuar como un medio para superarlo. ¿Es factible esa tarea? Creo que a largo plazo lo es, pero solo mediante un proceso revolucionario que debe tener lugar a escala internacional. Este proceso solo acaba de comenzar, y ahora estamos en su primera etapa.

Mientras tanto, la necesidad de nuevas políticas económicas es urgente. ¿Cuáles son las prioridades a corto plazo por las cuales nosotros, la izquierda, debemos luchar? La primera necesidad es por el desarrollo complejo, la creación de puestos productivos de trabajo, oportunidades culturales, instalaciones de educación e investigación así como vivienda e infraestructura. Todos estos elementos deben estar interconectados, y la gente involucrada (desde los profesionales técnicos a los consumidores y los residentes locales) debe ser informada, consultada, e involucrada en la planificación. Se pueden utilizar algunos elementos de planificación tecnocrática –hay cosas que no se pueden hacer espontáneamente– pero esos elementos deben enfrentar la prueba de la discusión y el control democrático. Se necesitan buenos profesionales, pero los buenos profesionales reciben su orientación del público; los profesionales malos son los que tratan de vender al público lo que hay que hacer, luego ignoran las dudas y protestas del público cuando sus miembros siguen sin estar convencidos.

Otro aspecto de la nueva política tiene que ser la recreación y desarrollo de mercados internos. Eso no se puede lograr sin proteccionismo, ¿pero qué tiene de malo? La protección da malos resultados cuando sirve el interés creado de elites locales contra competidores extranjeros, pero no hay motivo por el cual no podamos proteger nuestro bienestar y bienes públicos contra los intentos de arrebatárnoslos. Cuando los productos son baratos por sobre-explotación de la mano de obra y del entorno, tenemos derecho a cerrar nuestros mercados a esos bienes, contribuyendo así a la mejora de estándares laborales y del entorno en otros sitios. El desarrollo de mercados locales no debería, sin embargo, estar basado en más consumismo; la mayor parte de la nueva demanda debería ser generada por necesidades colectivas y consumo colectivo. Se necesita buen transporte público y viviendas asequibles, junto con acceso a Internet universalmente disponible, financiado públicamente, programas culturales, e investigación científica y desarrollo orientados hacia necesidades populares como la atención sanitaria y la limpieza del medio ambiente. Por último, y no menos importante, se necesita nueva infraestructura para suministrar energía, agua y comunicaciones. Son las nuevas demandas que impulsarán la economía de un modo mucho más poderoso que el consumo individual.

Finalmente, no podemos tener una nueva economía sin un nuevo sector público. La mayoría de las privatizaciones de las últimas décadas han sido fracasos, algo que ahora es ampliamente aceptado por el público, por expertos e incluso por los medios. Las elites acaudaladas ahora se ven obligadas a reconocer que la privatización no ha funcionado, pero por razones obvias no quieren revertirla. La tarea de revertirla, por lo tanto, recae sobre nosotros. Hay mucho más involucrado, sin embargo, que devolver simplemente numerosas compañías a la propiedad pública. Tenemos que reestructurar esas compañías, interconectar sus tecnologías, prácticas y conocimientos. Todos estos elementos deben ser integrados para que sirvan las necesidades del desarrollo, y debemos democratizar la administración.

Necesitamos un nuevo modelo de empresa pública basado en la franqueza, en la eliminación de las fronteras dentro del sector público y en nuevos criterios de eficiencia que incluyan la contribución al desarrollo social. Tenemos que socializar el sistema bancario, eliminando la especulación financiera y alentando la inversión, mientras se suministran microcréditos a pequeñas empresas y a municipios para la creación de empleo y para la experimentación tecnológica a nivel local. La energía y el transporte deben convertirse en servicios públicos, así como la atención sanitaria y la educación, y gran parte de la producción orientada hacia esos sectores también debe ser realizada por empresas públicas. Esto debería formar parte de un esfuerzo general para lograr más interacción e integración. Productores, usuarios y consumidores deben cooperar directamente mediante redes públicas.

Si algo es público, no significa automáticamente que pertenezca al Estado. No obstante, la propiedad pública se crea mediante la propiedad estatal, y si hay que hacer nacionalizaciones (no hay otra manera de crear un nuevo sector público), tenemos que transformar el Estado. Los neoliberales hablan largamente de los males de la burocracia y de la corrupción oficial, pero en el mundo de la privatización total toleran alegremente ambos. Además, están interesados de muchas maneras en que se mantengan la ineficacia y la corrupción del Estado a fin de disuadir al público de querer expandirlo mediante la socialización de la propiedad privada. Por eso, después de tres décadas de neoliberalismo en Occidente, y dos décadas en otros sitios, no ha habido una disminución del nivel de corrupción, de la cantidad de escándalos, o incluso del ejército de burócratas frecuentemente incompetentes. Al contrario, han aumentado por doquier, incluso en países europeos orgullosos de sus tradiciones democráticas y de su eficacia. El Estado debe ser descentralizado, democratizado y más abierto al público. Deberíamos recordar lo que dijo Lenin sobre los soviets en 1905 y 1917. Necesitamos organismos que estén directamente involucrados con la población. La democracia parlamentaria es buena, pero no bastante; necesitamos instituciones de democracia directa.

Finalmente, necesitamos integración regional, que no tiene que ver con abrir mercados para corporaciones occidentales decididas a vendernos mercaderías chinas. Se trata de proteger colectivamente el desarrollo industrial e introducir estándares de educación que correspondan a las necesidades de la región. Tiene que ver con la ciencia, orientada a esas mismas necesidades locales, con desarrollo de nuevas tecnologías que sean baratas, fáciles de usar y adaptadas a un tipo particular de entorno. Tiene que ver con crear mercados para industrias locales, en el proceso no solo de abrir el camino a la industrialización y reindustrialización, sino también de vincularlas al desarrollo humano. Tiene que ver con la integración de los sistemas de transporte. Tiene que ver con la abolición colectiva del absurdo sistema de propiedad intelectual que nos imponen las corporaciones multinacionales, mientras nos pronunciamos contra esas corporaciones con una voz unida. No tiene que ver con la abolición de la soberanía nacional, como ha tratado de hacer la Unión Europea, sino de fortalecerla mediante instituciones internacionales representativas responsables ante el público.

Las revoluciones árabes que ahora estremecen al mundo suministran una oportunidad de mover a la región y a toda la humanidad en la dirección al cambio democrático, que a largo plazo las conducirá a la superación del capitalismo. Esas revoluciones tienen que plantear los temas de integración regional y de políticas económicas orientadas hacia intereses sociales. Pero las revoluciones también pueden fracasar y ser derrotadas. La lucha por hacer revoluciones y defenderlas tiene lugar en un ámbito nacional, pero es verdaderamente internacional en su significado. Para comenzar una revolución, pueden bastar la cólera popular y la voluntad de cambio, pero para que triunfe, es esencial una fuerza política seria. La izquierda en los países árabes enfrenta la tarea de unirse y de ayudar a construir una fuerza semejante, no solo como un modo de contribuir a la transformación del mundo árabe, sino a fin de ayudar a cambiar el mundo en su conjunto.

[Boris Kagarlitsky es investigador asociado de Transnational Institute y director del Instituto de Globalización y Movimientos Sociales de Moscú. Este trabajo se presentará en una conferencia en Ramala, Palestina ocupada, el 20 de diciembre para discutir políticas económicas alternativas, organizada por el Centro Palestino por la Paz y la Democracia.]